La autoestima
de una persona es una estructura central para acercarnos a su propia concepción
del mundo (Rogers, 1986). La autoestima contiene,
por una parte, la imagen que la persona tiene de sí misma y de sus relaciones con el medio
ambiente, y por otra, su jerarquía de
valores y objetivos (Román, 1983).
La autoestima, incluso, presenta consecuencias sociales.
Por ejemplo, una persona con una autoestima saludable, presenta una mejor
calidad de relaciones con el medio que
una persona con una autoestima poco o nada saludable. Podemos mencionar
también, que la autoestima es un agente protector de situaciones estresantes,
pues, una elevada autoestima anima al sujeto a participar en un mundo de
relaciones recíprocas en el que se recibe y ofrece ayuda (Herrero, 1994).
Existen muchas formas de concebir la autoestima, una de
las principales aportaciones sobre su estudio surge de las investigaciones
realizadas por Shibutani (1971) quien menciona que el hombre a través de una
serie de autoconcepciones y autoevaluaciones forma una estimación de sí mismo
como objeto de valor, así el asignarse como tal coloca al individuo dentro de
un orden jerárquico.
La autoestima ha sido definida como un juicio, un
sentimiento, una actitud, etc. En este sentido, Coopersmith (1967) considera
que la autoestima es la evaluación que el individuo hace y mantiene por
costumbre sobre sí mismo, indica el grado en el que él mismo se ve capacitado,
importante, exitoso y valioso.
Entre las definiciones más comunes sobre este concepto se
encuentra la de Rodríguez (1985) quien entiende y explica la autoestima como
base y centro del desarrollo humano, la concentración y práctica de todo su
potencial, la medida de amor propio.
Las definiciones anteriores respecto a la autoestima
abren dos grandes vertientes: la referente al propio sujeto como una mera percepción
de sí mismo, y la otra desde una perspectiva más social en relación con lo que
nosotros creemos que somos evaluados por los demás. Digamos que una vertiente
es más individual y la otra se orienta a lo social o colectivo
(González-Arratia, 2001).
La autoestima es un concepto gradual. De hecho, las
personas pueden presentar uno de los siguientes estados en los que podemos
encontrar a la autoestima:
- Autoestima alta: la
cual equivale a sentirse confiadamente apto para la vida, es decir, sentirse
aceptado como persona.
- Autoestima baja:
ocurre cuando la persona no se siente aceptado en la vida, es decir, se siente
equivocado como persona.
- Término medio de autoestima: es
cuando una persona oscila entre las dos anteriores, es decir, se siente apto e
inútil, acertado y equivocado, etc. y esto repercute en su conducta, pues a
veces actuará, según la ocasión, de manera sensata y otras no.
La autoestima permite a las
personas enfrentarse a la vida con una mayor confianza en sí mismas, con
optimismo, actitud muy importante para lograr alcanzar los objetivos de cada
persona y autorrealizarse (González-Arratia, 2001).
Desarrollar la autoestima es
ampliar la capacidad de ser felices; la autoestima permite tener el
convencimiento de merecer la felicidad (González-Arratia, 2001).
Según Maslow (1943) es
imposible la salud psicológica, a no ser que lo esencial de la persona sea
fundamentalmente aceptado, amado y respetado por otros y por ella misma.
Maslow nos muestra la
importancia de la autoestima en la pirámide de jerarquización de las
necesidades que elaboró en 1943 y que le mostramos a continuación.
Como mencionamos
anteriormente una afirmación de González-Arratia (2001), la autoestima es
ampliar la capacidad para ser felices. He aquí cuando nos hacemos la siguiente
pregunta: ¿Qué autoestima presentan las personas mayores? Cuando se alcanza una
edad considerada como “mayor”, en la mayoría de los casos, se pasa a tener una
reducida autonomía y autoconfianza, lo que puede llegar a desencadenar una baja
autoestima. Esta, puede llevar a estas personas a que no se sientan válidas por
sí mismas, a no valorar cada cosa que hacen, e incluso decir, a no ser
feliz.
Por primera vez en la
historia de la humanidad, la sociedad occidental ha visto crecer poco a poco la
proporción de “mayores jóvenes”, desahogados económicamente y gozando de una
buena salud. Pero sobre todo, reivindicando el derecho a la felicidad, cosa que
antaño la vejez era considerada la época de las renuncias. Quizá sea también en
esta época cuando más se deja sentir la necesidad de la felicidad (André, 2004)
Se ha realizado un estudio
psicológico entre unas 180 religiosas de una orden monástica norteamericana.
Los investigadores analizaron las biografías escritas por monjas cuando tomaron
los hábitos. La edad media de ingreso en el convento era de unos 22 años. Se ha
analizado que aquellas monjas en la que en sus cartas mostraban una visión
positiva de la existencia han vivido mucho más que las otras. Lo que esta
investigación nos quiere mostrar, es que si tratamos de vivir la vida de manera
positiva y feliz, nuestra existencia, aparte de ser con una mejor calidad de
vida, será más duradera.